La casa de Bernarda
Alba fue escrita por Federico García Lorca alrededor del año 1936, pero no fue
publicada ni estrenada hasta el año 1945, nueve después de su muerte. Desde esta fecha, se han llevado a cabo
innumerables representaciones de la que, para muchos críticos, es la obra
maestra de su autor, convirtiéndose en una de las obras españolas más
representadas y una de las más célebres del siglo XX.
La obra cuenta la
historia de Bernarda y sus cinco hijas que, tras la muerte de su marido, decide
vivir un largo luto durante varios años. Durante el citado encierro a causa del
luto Pepe el romano pretende a la hija mayor, Angustias, debido a la fortuna
heredada por esta, mientras tiene encuentros a escondidas con la hija menor de
Bernarda, Adela. En los tres actos que dura la obra Lorca reflexiona sobre
varios temas como el papel de la mujer, las tradiciones rurales o la situación
en la que se encontraba España durante esos años, todo ello bajo una historia
de amores y desamores que acaban por tener un final trágico. Como es habitual
en el resto de la obra de Lorca, aquí confluyen tradición y vanguardia, además
de introducir numerosos como simbolismos que van desde los nombres a continuas
metáforas, tanto visuales como verbales.
Creo que el hecho de
ser una obra representada hasta la saciedad y de la que se le ha exprimido casi
todo lo imaginable hace que algunas propuestas más innovadoras y arriesgadas
como estas sean agradecidas. Y es que la Compañía Tribueñe (un proyecto teatral
que lleva varios años actuando en la Sala Tribuñe, de tamaño reducido y con
propuestas bastantes experimentales) se ha atrevido a dar el gran salto al
teatro español (sin duda uno de los más importantes de la capital) con una
arriesgada representación de uno de los clásicos del poeta y dramaturgo
granadino.
Los directores Irina
Kouberskaya y Hugo Pérez de la Pica apuestan por un estilo muy visual y
colorido, con un detallismo y una cuidadísima iluminación verdaderamente
admirables. Manteniéndose siempre (o casi siempre) fiel al texto original, las
dos cabezas detrás de esta propuesta se valen de la ya citada iluminación, de
la música y de unas originales y divertidas coreografías para aportar aún mayor
dramatismo y teatralidad, si cabe, a la obra original.
Y es que, aunque en
algunos momentos se tiende a sobreinterpretar el texto y darle una entonación
diferente de las representaciones más habituales, lo que en un principio más
puede chocar al espectador de a pie es las cuidadísimas coreografías que dan, a
su vez, un nuevo sentido a la obra. Pero estas logradas composiciones no se
encuentran únicamente en el constante juego de abanicos (por otro lado sublime)
sino que reside en casi todas las escenas de la representación, bien cuando las
hermanas están cosiendo, cuando Bernarda y Poncio hablan sobre la situación en
la casa o, y he aquí una de las más logradas y trabajadas, la escena en la que
Adela y Martirio rondan de noche por la casa, utilizando para representar esta
situación, en vez de los mecanismos clásicos del teatro, un juego de luces y de
puertas, ya que cada personaje se va desplazando con la puerta que le
corresponde, dotándose por tanto de un significado especial al decorado que,
literalmente, cobra vida.
Y en cuanto a lo que
el decorado se refiere, señalar lo minimalista de este, haciendo que, como se
ha dicho, los propios personajes vayan formándolo a medida que avanza la
narración, además de introducir algunos elementos realmente originales como la
improvisada mesa hecha por una manta blanca y sujeta por Bernarda y las
hermanas, que estratégicamente sentadas, comen todas a la vez como si de una
gran danza se tratase y con claras referencias a la última cena. Pero no es
solo aquí donde la iconografía religiosa tiene una evidente importancia, sino
que en toda la representación se deja entrever la profunda huella que el
cristianismo tenía en esa época, destacando el momento de la crucifixión, que
aporta un dramatismo sublima y que aporta de nuevo un doble sentido a las
palabras del texto original. Los directores también se valen del recurso que
Lorca empleo usando nombres simbólicos para las protagonistas, muchos de estos
bíblicos, para enriquecerlo con una fuerte iconografía religiosa, tal y como se
observa en el martirio que sufre la propia Martirio por amar a escondidas a
Pepe el romano.
Por último es
importante hablar de la música, que si bien en algunas ocasiones funciona de
perfecto acompañamiento a la representación o a las coreografías (que en muchas
ocasiones no tendrían sentido sin la propia música) en otras hace que las
interpretaciones caigan en el exceso y que los personajes no parezcan respirar
por sí mismos. En mi opinión el reiterado uso de canciones populares (sobre
todo en el último acto) así como de temas clásicos hace que finalmente se vaya
de las manos este recurso que, inexplicablemente, parece que hoy es de uso
obligado en el teatro. Creo que también se intenta llenar con esta cualquier
silencio existente, algo que no podría ser mas erróneo, ya que en muchas ocasiones
o permite reflexionar al espectador sobre lo que está viendo o poner a este en
tensión.
Es, por lo tanto, por el uso de la música por
lo que la interesante propuesta que la Compañía Tribuñe nos propone se acerque
en algunas ocasiones a la genialidad y en otros a la banalidad y ostentosidad
pero que tiene como resultado final un curiosísimo experimento que se agradece
en el plano teatral de hoy en día.
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